El efecto sensorial de la bollería y galletas en el consumidor

Publicada el 26 febrero, 2018

Que el ser humano come con los ojos no es algo nuevo. En cambio sí que es una afirmación parcial. En realidad comemos utilizando todos los sentidos. Y todo ello resulta más que evidente cuando pensamos en el efecto sensorial que bollería y galletas ejercen sobre el consumidor. De estudiar todo esto se encargan los expertos de análisis sensorial. Aquí te damos algunas pinceladas al respecto.

El olor y la memoria emocional

Hay olores que nos transportan directamente a momentos concretos de nuestra infancia. Algunas fragancias están relacionadas con emociones muy concretas. De hecho, la publicidad de perfumes se basa en ese tipo de asociaciones. Ocurre algo parecido cuando hablamos de bollería y galletas. Por eso, cuando pasamos por la puerta de una panadería o una pastelería, el olor a pan recién horneado o a vainilla nos hace girar la cabeza.

En muchos de estos comercios, de hecho, lo que olemos no es pan, sino ambientador con ese aroma en concreto. El motivo es sencillo: los olores que despiertan en nosotros recuerdos agradables despiertan nuestro deseo de comprar. Se dice, de hecho, que los olores y los sonidos conectan directamente con las emociones, mucho más que la vista o el tacto.

Esta es la magia de la memoria olfativa, que establece vínculos entre olores y emociones. Varias áreas de nuestro cuerpo, desde las fosas nasales hasta el sistema límbico, trabajan en equipo y crean recuerdos olfativos. Así, cuando olemos a  bollería y galletas olemos en realidad a domingo en casa de la abuela. O a aquellos ratos pasados con mamá escogiendo pasteles en la pastelería del barrio. Y cuando damos un mordisco a esas galletas o a esos bollos, lo que pretendemos morder es un tiempo pasado que, según nuestros recuerdos, siempre fue mejor.

Bollería y galletas: un mundo de color

La sicología del color es un campo de estudio apasionante. No solo para aprender a decorar creando emociones concretas, sino para aplicarla a cualquier campo. Los colores están relacionados con estados de ánimo muy concretos. Así, existen colores cálidos y colores fríos que se relacionan con emociones determinadas. La comida no se escapa a estas asociaciones; así como tampoco lo hacen bollería y galletas.

El color natural de bollos y galletas es toda la gama del ocre, pero también el amarillo y casi hasta el naranja. Colores todos ellos relacionados con los impulsos y no con el pensamiento racional. Amarillo, el color de los locos, naranja, el color de la alegría. Bollería y galletas se convierten, pues, en alimentos llenos de vida, de alegría.

Pero no solo de color vive la bollería. Las formas también se relacionan con emociones y conceptos que van más allá. Galletas y bollos suelen ser redondeados, de formas suaves, sinuosas, curvas. Solo la repostería experimental ofrece aristas y esquinas. Lo redondeado se relaciona con lo fácil y con el placer.

Si unes ambas cosas, colores cálidos que resultan reconfortantes y formas redondeadas, que se hacen asequibles, te encuentras que bollería y galletas son la representación perfecta de un placer inmediato, de fácil acceso que nos dará satisfacción casi sin sentirlo.

Texturas y sonidos, otro mundo de sensaciones

Hay dos texturas perseguidas por los consumidores de bollería y galletas por encima de las demás: la crujiente y la esponjosa. Si te fijas en la publicidad de este tipo de producto, toda ella hace hincapié en estos dos conceptos. Crujiente por fuera, esponjoso por dentro se ha convertido en la meca de la bollería de éxito.

No podemos hablar de bollería y galletas crujientes sin hablar de Charles Spencer quien, en 2015, en un artículo para Flavour, estableció lo siguiente: el sonido es el sabor olvidado. Tanto es así que, cuanto más suena un alimento al morderlo, más nos gusta. De ahí nuestra afición al crujiente. Por eso mordemos el pico del pan y nos encantan las galletas que se parten con un sonoro crujido. Pero ¿cuál es el motivo oculto para que el sonido de un alimento nos parezca atractivo? Pues, al parecer, nuestro cerebro, el responsable de que la comida nos parezca atractiva mucho más allá de su sabor, establece una relación automática entre crujiente y fresco.

En cuanto a lo esponjoso ¿Qué tiene la textura esponjosa para que nos atraiga de un modo tan irresistible? Hablábamos más arriba de las formas redondeadas y el placer. El mecanismo es el mismo. Lo suave, lo blando, es agradable. Y el ser humano está programado para disfrutar más de lo que no ofrece complicaciones. De ahí que nuestra bollería favorita sea esponjosa por dentro… después de habernos convencido de que es fresca con un crujido inicial.

Y por fin, el sabor

La ciencia, que es la que se ocupa de explicarnos por qué nos gusta lo que nos gusta, ha descubierto algunas cosas curiosas acerca del comportamiento del ser humano en relación con los sabores. Y es que parece ser que estamos programados para que no nos gusten los sabores amargos. Por el contrario, a la mayor parte de nosotros se nos activan los sensores del placer cuando probamos algo dulce. Si bien «demasiado dulce» suele ser un sabor poco popular, casi nadie hace ascos a un poco de azúcar. Pensemos en la cantidad de expresiones positivas relacionadas con el dulce. Una carita muy dulce, un sentimiento dulce, estar de dulce, actitud acaramelada… Bollería y galletas comparten este sabor y por tanto nos producen placer en cuanto las saboreamos. Por encima de gustos añadidos, como chocolate, fresa, vainilla, almendras, etc, el dulce es el denominador común de bollería y galletas.

Vemos por tanto como bollería y galletas son del gusto de la mayor parte de las personas porque atacan a todos nuestros sentidos: colores cálidos y agradables se nos meten por los ojos. Sonidos que apelan a conceptos como la frescura engañan (o no) a nuestros oídos. Los aromas nos transportan a momentos que recordamos con cariño. Y el sabor, por fin, condensa todo lo anterior al estallar en ecos de dulzor que despiertan a nuestros receptores del placer. La mejor bollería, por tanto, será aquella capaz de apelar a todos nuestros sentidos. 


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